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   Trepó 
 los últimos peldaños de madera carcomida y cerró la puerta tras de sí. 
 Aquel constituía un escondite perfecto para huir de sí misma, al mismo 
 tiempo que un autoencuentro, un juego prohibido y peligroso. 
  La 
 pequeña, con sus diminutas e infantiles manos acercó un viejo taburete 
 al pie de la ventana ovalada incrustada en un tejado poblado de nidos 
 y moho. Después de un leve tropiezo consiguió mantener el equilibrio. 
       Ante 
        sus pies se abría un gran parque salpicado de plantas, fuentes y toboganes. 
        El suave viento que acariciaba su pelo rubio era el causante del vacío 
        desolador del lugar. No había nadie. Una tela bohemia cubría aquel paisaje. 
  Tan 
 sólo un anciano permanecía en un banco, quieto, pensativo. Con las piernas 
 cruzadas y apoyando el codo sobre una de sus rodillas para mantener su 
 cabeza erguida. Bastón en mano, con la mirada extraviada, buscando los 
 años perdidos, los ganados, y contando los que restarían; entonces su 
 figura flaqueaba. El tiempo había derribado ya mucho sus ideales, cuando 
 su atractivo era el esfuerzo, cuando disponía de la palabra, ya dormida. 
  De 
 lo de antaño sólo quedaban un montón de huesos y la fuerza suficiente 
 para impedir su conversión en otro montón de cenizas. Sólo vivía ya el 
 sufrimiento del contacto con un exterior que le era hostil, un obstáculo 
 para su libertad, donde las cosas solamente eran su apariencia, un medio 
 para encerrarse. 
  Pero 
 él sabía que todo eso no era un tragedia que hubiera encontrado abierta 
 la puerta de su alma. No. Todo aquello era simplemente el resultado de 
 la independencia que había anhelado para este su ahora. Y jamás había 
 vivido tan largamente las horas del día, con la impaciencia que imprime 
 la incógnita del día siguiente. 
  La 
 niña observaba cada movimiento y gesto del anciano. Poco a poco, el viento 
 comenzó a levantar la hojarasca del suelo, y unas nubes grises amenazantes 
 dejaron caer las primeras gotas que empañarían los cristales de aquel 
 altillo. 
  De 
 repente volvió de nuevo en sí y abrió los ojos a la realidad, a su realidad. 
 Retiró el taburete que descansaba bajo la ventana y, con una sonrisa tristona 
 contempló la escena infantil que protagonizaba aquel niño, que sorprendido 
 por la lluvia, saltaba del tobogán y corría a protegerse bajo el quiosco 
 de música, con sus ropas húmedas y embarradas 
  Tras 
 una tímida inspiración, la anciana cogió su bastón de madera y colocando 
 bien su pelo lacio blanco, se dispuso a bajar los primeros peldaños carcomidos. 
 
  Como 
 el temple extraído de una guitarra, como una nota desgarradora. Así emanaron 
 de sus ojos las primera lágrimas. Así fue como apretó sus puños, con temblor 
 de rabia e ira, mientras su gesto iba amagándose empujado por la fuerza 
 del llanto, en una lucha feroz que sólo ella podía perder. Y que perdió. 
 Su rostro arrasado, su respiración entrecortada, su mirada baja... Todo 
 hacía parecer que el mar quisiera consolarla, acercándose suavemente hacia 
 la orilla, acariciando con el esmero del buen amante sus pies desnudos, 
 su frágil y blanca piel. 
  Su 
 interior estaba oscuro, tan poco iluminado como el cielo que la observaba. 
 Sol y corazón estaban cubiertos de un manto gris, del color de la tristeza. 
 La brisa, humedecida, concentrada como su propia existencia. Vacía. La 
 razón de ello poco importaba ya. O tal vez demasiado escondida, en un 
 intento frustrado de olvido. Pero la memoria no olvida; con mucho deja 
 de recordar. Como sus lágrimas, que caen en cascada dentro de su cuerpo, 
 tras unos ojos secos que intentan convencer en vano de que ya pasó. 
  Y 
 era verdad; ocurrió. Pero no había pasado. Un juego tonto de palabras 
 que jamás llegaría a definir la tristeza, silencio de un solo momento 
 que agoniza ante la cruel mirada del tiempo. Sin embargo, había que caminar; 
 porque alguien antes que ella trazó el camino por donde pisaba como ausente, 
 sin saber muy bien hacia dónde conducía. 
  Hoy 
 nos conformaremos, tú que lees y yo que escribo, con que los días sigan 
 arrancando hojas al calendario de la vida. Hoy no vamos a hablar con esta 
 mujer. Seguro que sale de ésta. No le vamos a explicar nada, ni nos vamos 
 a acercar a ella para tocarle el pelo; ni la vamos a abrazar por la cintura 
 mientras ella se apoya en nuestro hombro. 
  No. 
 La dejaremos caminar, con su tristeza, en soledad. En compañía del mar. 
 Y vamos a pensar que al final de la playa encontrará la solución de su 
 derrumbamiento y nuestro abrazo ausente, nuestra caricia ausente. Y que 
 sonreirá y mirará hacia atrás respirando profundamente, recobrada. Y que 
 se alejará dejando unas huellas en la arena fieles testigos de un nuevo 
 camino que la llevará hacia la felicidad. 
  Y 
 nos lo creeremos, aunque sepamos, tanto tú como yo, que nada de esto es 
 verdad.  
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