EL ECO DE ALHAMA NÚMERO 3 | LITERATURA |
ENRIQUE
BALDOMERO
CADENAS GIRALT Alhama de Almería, 23 de Abril de 1997 |
![]() Enrique Enríquez Andrés |
Se
despertó bruscamente, sobresaltado. Un fuerte dolor en el pecho interrumpió
su sueño y todas las neuronas de su cuerpo dieron la voz de alarma. Se removía
inquieto en la cama, los ojos abiertos, clavados en la oscuridad, las manos
sujetas en el punto exacto del corazón, donde más se clavaba aquel dolor insoportable.
-Tengo
que dejar de fumar, se dijo a sí mismo, de mañana no pasa-.
Intentó
cerrar los ojos para conciliar de nuevo el sueño, desconectando todas las alarmas
de su cerebro, dándole órdenes precisas, convenciéndose de que era una cosa
pasajera, sin importancia, diciéndose que estaba todo controlado y superado.
Pero al cabo de un rato no pudo olvidar, el dolor le seguía machacando el pecho
una y otra vez.
Se
levantó de la cama, su mujer dormía por completo, sus hijos también. Ningún
ruido extraño en la casa, sólo aquel dolor punzante y ensordecedor. Buscó una
aspirina, con la esperanza siempre de dominar aquel incidente, pero no encontró
ninguna.- El tabaco, volvió a decir, esa es la medicina, desde mañana se acabó-.
Volvió
a la cama, pero ya no pudo dormir más. En aquellas dos horas que faltaban para
las siete de la mañana, pensó en su padre, muerto hace años después de que le
amputaran una pierna primero y después la otra, llegando al final de sus días
sin conciencia, totalmente drogado, entre sufrimiento y sufrimiento. Y pensó
si aquello había servido de algo, si deberían haberle dejado morir rodeado de
toda la familia, con tiempo para despedirse de ellos. A él le hubiera gustado
decirle adiós, retener una última palabra, un último consejo, que habría guardado
en su memoria para siempre.
Pensó
en sus amigos, en el trabajo pendiente, en aquel orden social que desde su imaginación
impartía a aquella sociedad ideal que tantas veces inventara para su pueblo,
donde todos se llevaran bien, compartiendo y disfrutando todo lo que la vida
les ofrecía, ayudándose los unos a los otros como norma básica de conducta.
La ciudad de Dios en la tierra, como San Agustín soñara un día y él conocía
de sus años de seminarista.
Pensó
en la última partida de ajedrez que había ganado, y reprodujo mentalmente los
últimos quince movimientos, disfrutando al recordar la cara de asombro y las
expresiones de su primo, al descubrir que era jaque mate. Recordó la última
escapada a la sierra, el paseo desde el cortijo de Miguel al de su hermano Paco,
caída la tarde, entre dos luces, charlando con su amigo, del universo y de la
formación de las estrellas. Y pensó en lo difícil que se le hacía comprender
aquel misterio.
El
despertador sonó puntual, como todos los días. Cuando ya estuvo vestido, al
coger la cartera y las llaves, cogió también la cartilla de la seguridad social.
Llegó
el primero. Todavía la puerta de la cafetería estaba cerrada. El café de la
mañana y el primer cigarro, eran parte de un ritual. Comentar mientras tanto,
las noticias de la noche anterior, o el partido de fútbol, eran sus pasiones
favoritas.
El
aire de la mañana, fresco y limpio, levantaba su ánimo y su buen humor. La vida
siempre en positivo, el optimismo por montera y la risa en su boca, le hicieron
olvidar por completo la noche que había pasado. Sin embargo, cuando echó mano
al bolsillo de la camisa para sacar el paquete de tabaco, sacó también la cartilla,
y un negro recuerdo nubló su mente por segundos. No estoy bien del todo,
se dijo, iré a sacar número.
Al
salir del bar, se fue directamente a la oficina del Ayuntamiento, y allí una
vez iniciada la actividad, apenas si tuvo tiempo de pensar en otra cosa.
Al
cabo de un par de horas comenzó a sentirse otra vez mal. Apenas si había charlado
con los compañeros. En varias ocasiones le habían dado pie para una broma (con
lo que a él le gustaban) pero no siguió el juego, estaba como ausente.
-Pariente
tienes mala cara, vete a tu casa, le dijeron en varias ocasiones- Pero seguía
ensimismado en la actualización del censo electoral, ordenando las reclamaciones
que se habían presentado. Las elecciones estaban cerca y los plazos había que
cumplirlos. También en Huécija se estarían preparando, él era candidato y por
una vez en la vida tenía el presentimiento de que aunque no iba a ganar, tampoco
lo harían los de siempre; él tendría la llave del gobierno municipal.
-Tengo
que descansar, se dijo, acabo el censo y me voy.- Apenas si se despidió de los
compañeros. A su amigo el Secretario le dijo, me voy, estoy enfermo, y éste,
sin prestarle mucha atención, asintió con un bueno, cuídate. Llegó a su casa
y se metió directamente en la cama. Sintió un hormigueo por el hombro izquierdo
que se iba extendiendo por el brazo, pero el cansancio no le permitió darse
cuenta de nada más. Un profundo sopor invadió su cuerpo, y pronto su mente viajé
al mundo de los sueños envuelta en los ensordecedores ruidos de su respiración,
honda y larga, rítmicamente larga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Un
tablero de ajedrez, las fichas perfectamente colocadas para iniciar una partida.
Hay una silla vacía, la otra la ocupa un hombre de rostro bondadoso en el que
es imposible determinar su edad. Hace un gesto de bienvenida y le invita a sentarse
frente a él.
Un
cenicero, un puro habano "Don Julián", un café solo y una copa. Piensa
que no puede haber más placer en el mundo. Le da fuego, y aspira la primera
calada. El sabor del habano le invade todo el paladar, mientras exhala el humo
que lo envuelve todo. Bebe un sorbo de café y otro de coñac, se humedece los
labios para saborear más aún la hoja de tabaco, a la vez que mira el tablero,
enlazándose los dedos de las manos y haciendo crujir todas sus falanges.
-Para
usted las blancas, quiero darle esa pequeña ventaja.
Empieza
la partida, y pronto se da cuenta de lo bien que juega su oponente. Primero
respondió con maestría a los clásicos movimientos de apertura, introduciendo
algunas variantes llenas de originalidad, y ahora controla el centro del tablero
con la posición de sus peones y caballos que bloquean todas sus posibles salidas.
Le desespera esta situación, no puede atacar, y cuando no lo hace siente una
impotencia enorme. Le gusta llevar la iniciativa, pero no puede. Le propone
varios cambios, de los que obtendría ventaja posicional, pero los rechaza con
sabiduría, obligándole por el contrario a cambiar allí y donde le ha convenido.
Ahora está en una posición desfavorable, jugando a contracorriente, según el
ritmo que marca su oponente. Solo su optimismo innato hace que no desfallezca,
aún espera un fallo de su rival para recuperarse.
Transcurre
la partida y el fallo no se produce. Al contrario, el que falla es él. Mientras
que el hombre sin edad juega con una seguridad espantosa, diríase que conoce
la partida antes de jugarla y repite de memoria todos los movimientos.
Aún
contra las cuerdas, sin más posibilidad que defender a un Rey tambaleante, no
pierde la esperanza en las tablas. Dame una tregua y ahogaré al Rey, lo
colocaré en una posición que sin estar jaque, no pueda moverlo porque cubran
todo su campo las fichas negras. Está a punto, solo falta que coloque el alfil
en...-
¡Jaque
mate! El hombre sin edad se levanta y le tiende la mano. Apenas si lo
mira, concentrado como estaba en la partida, repasando todos los movimientos
que había efectuado y admirando la técnica clara y sencilla del juego de aquel
hombre desconocido. Diría que lo había matado, con la dulzura de un maestro
por su discípulo favorito o con el amor de un padre por un hijo.
Se
despidió con hasta luego lleno de bondad y cuando le dio la espalda, un haz
de luz lo envolvió apartándolo de la realidad. Desesperadamente le grita, y
al volverse en medio de aquella luminosidad celestial, descubrió el rostro de
su padre. Lleno de felicidad lo llama ¡Papá! ¡Papá! . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
-¡Papá!
¡Papá!- Su hijo Enrique le empujó con suavidad, despierta, son las seis, te
han llamado de la gestoría. Abrió los ojos aún turbios por las imágenes del
sueño. Se chupó los labios y descubrió el sabor del habano. Sin despertarse
del todo, ordena que le traigan un café.
En
el fondo de la taza flota la imagen de un tablero de ajedrez. Bebe un trago
largo y en cuestión de segundos un dardo emponzoñado circula por sus venas.
Un filón de cafeína en forma de balazo ensancha todas sus arterias y cuando
llega al corazón lo abre como una granada. Oxígeno, más oxígeno le pide el cerebro.
Sangre, más sangre, bombea sin cesar hasta que no puede más y se rompe en un
estallido final.
Un
cuerpo de casi cien kilos se desploma contra el suelo, entre el abrazo inútil
de un hijo que llora y grita desesperadamente.
Una
luz inmensa, cegadora, sobrenatural. Una mano que se tiende y que lo coge
como si fuera una pluma en el aire. Su padre le da la bienvenida y lo envuelve
en un cálido abrazo.
Epílogo
Querido
Enrique, he intentado enjugar el dolor de tu muerte releyendo viejos poemas,
buscando el bálsamo de los poetas que hicieron frente a la muerte, pero no he
encontrado consuelo.
Imaginar
tu muerte, recrear los últimos momentos de tu vida y dar tregua a la esperanza.
Pensar que al final del camino me estas esperando, con el tablero dispuesto
para jugar una partida. Pisaremos las uvas y dejaremos que el mosto fermente
en el tonel, y mientras el arrope hierve, asaremos tocino y chorizo, para beber
el vino que quedó del año pasado, entre chistes y bromas, entre cuentos e historias,
entre sueños y debates, fumaremos un cigarro y dejaremos que el cálido sol de
otoño ilumine la mesa donde el tablero aparece rodeado de pan, aceite, tomate
y vasos medio llenos, medio vacíos. Aspiraremos el aire de esta tierra, y por
un momento imaginaremos que toda la eternidad puede quedar condensada en ese
instante.
Viejo
amigo, qué solos nos hemos quedado.