EL ECO DE ALHAMA NÚMERO 14

LITERATURA

 
Miguel Naveros
escritor
Nació en Madrid en 1956 y reside en Almería desde 1986.
Licenciado en Filología Italiana.
 
Es autor de los libros de poesía:
- Óxido en cuerpo (Ediciones Libertarias, 1986)
- Trifase (Ayuntamiento de Almería, 1989)
- Futura memoria (Librería Picasso, 1998)
Y de las novelas:
- La ciudad del sol (Alfaguara, 1999, mención de honor del Premio Ramón Gómez de la Serna 2000 a la mejor novela del año)
- Al calor del día (Alfaguara, 2001)
 
En la actualidad escribe su tercera novela, El nuil tiuque de la luna.
 
Ha coordinado, entre otras, las obras colectivas:
- Almería (Editorial Mediterráneo, 1994)
- Almería, pueblo a pueblo (Editorial Mediterráneo, 1996)
- Almería entre dos siglos (Editorial Mediterráneo, 1999)
 
Y es editor de la reedición de:
- Puñal de claveles, de Carmen de Burgos (Editorial Cajal, 1990)
 
Ha sido columnista diario y redactor jefe de La Voz de Almería y ha colaborado en diversos medios de comunicación, entre ellos Interviú, El País y la agencia de prensa Novosti. En la actualidad es asesor de publicaciones de La Voz de Almería y dirige la editorial La Isleta.
 
Ha viajado por buena parte de Europa, especialmente por el Este en los últimos años del sistema comunista.
Fotografía: Isabel Ausejo
Recoge la sección de Literatura una primicia de la nueva novela de Miguel Naveros, escritor revelación de la narrativa española. Una vez más, Naveros en "El malduque de la luna" nos introduce con la magia de su prosa, en un mundo de ficción rico y complejo, en el cual, los sentimientos de sus personajes atrapan y cautivan al lector, despertando en él un mundo complejo de sensaciones.
HAY MOMENTOS EN LA VIDA EN LOS QUE BASTA CON VER UNOS OJOS PARA COMPRENDER EL MUNDO Y ADVERTIR EN UN GESTO LO PORVENIR, el salto que dieron los ojos de Juan Luna y el descanso del que se pobló su gesto cuando reparó de pronto en que era yo quien estaba de pie al borde de su cama de aquella habitación 717 del Hospital Clínico de Madrid donde lo habían internado la noche antes a causa de un infarto cerebral: Hijo, supe que había dicho no porque lo oyese o pudiera leerlo en sus labios casi inmóviles, sino porque no otra cosa podrían estar queriendo decir aquella mirada y aquella sonrisa que no era sino el ensancharse de las arrugas que le nacían de la comisura de los labios, y acerqué el oído a su boca: Hijo, oí muy bajo pero con nitidez la voz casi sin fuerza: aquellas pobres bestias en reata rascaban camino de la nada hasta enloquecer y reventar por dentro, o hasta que les quebraba una pata y dos descargas secas recorrían los valles avisando que los bramidos se habían hecho ya cuero y carne, ¡pobres bestias!, pobres bestias que luchaban unas veces contra el frío y el hielo, otras contra el sol cegador y la arena deslizante, pero siempre contra la gravedad multiplicada por potentes, exponenciales toneladas; y contra el miedo perfilado y profundo de los barrancos; y a menudo contra sí mismas, porque era imposible que unos bueyes pudiesen comprender que su fuerza en marcha no les acercaba el horizonte ansiado por su vista inútil, ¡pobres bestias!, daban pena en su proverbial voluntad de colosos tristes: era cruel conducirlos; cruel escuchar sus mugidos desbocados; cruel buscar el aliento de sus resoplidos calientes en las mañanas de invierno, o la sombra de sus cuerpos ciclópeos en las tardes de verano; cruel espolearlos a varazos hacia la desesperación, pero o se empleaba la rama contra su lomo o se corría el riesgo de sentir la mordedura del látigo en las propias piernas, siempre el vergajo del capataz en las canillas y muslos cortados medio año, escocidos el otro, marcados siempre: por no azotar a las bestias exhaustas; o por desfallecer en el pulso con la pértiga tensa; o por soltar las manos ya abrasadas de unos correajes que chirriaban como si quisieran partirse de tanta fuerza opuesta; o por perder el ojo infantil detrás de quién sabía qué cosa: el salto de un conejo espantado, el desliz de una culebra inquieta, el ladrido de un perro confundido porque no era ése su pastoreo, pero cómo no iba a distraerse de cuando en cuando un niño por más que fuese un niño pobre y los niños pobres no tuvieran el derecho a distraerse, y ni siquiera a ser niños, allí arriba en las canteras de Filabres, al cuidado de carromatos y de bueyes, dos bueyes para marcar el camino y otros dos, o cuatro, o hasta seis, enganchados en cordada detrás como sostén: pobres animales en reata que cuando tenían vereda de cara anclaban con frenesí patas a tierra para no ser arrastrados pero tenían que ceder al instante para no quedar descoyuntados, y que cuando precipitaba sin remisión la pendiente eran enganchados a contramarcha en medio del fragor humano: los zagales más fuertes peleando con las garrochas que bloqueaban los radios de las pesadas ruedas; los más débiles cambiando de orientación la cuerda de animales; los capataces dando gritos, y órdenes, y zurriagazos, qué espectáculo, qué angustioso espectáculo, así que enloquecían aquellas pobres bestias, pero no había otra si despeñaban las veredas y no se quería que los quintales de mármol arramblasen con pértigas, bueyes, mozos y cuanto se opusiera al cumplimiento de la ley más sagrada de la sierra, la de la gravedad que aquel niño aprendía pero no estudiaba porque no se había hecho la escuela para él, carne pobre de cantera, y de pólvora, y de vértigos, y de vacíos, salvo que un día lo iluminase un rayo de conciencia, de conciencia de clase, y se revolviera entonces a un latigazo, reventase la nariz del patrón y echara a correr sabiendo perfectamente adonde, lo más lejos posible de la pavorosa respuesta que lo esperaba y, más allá, tras un futuro lejano e incierto donde hubiese, por mínima que fuera, una esperanza, donde cupiese, por poco que fuera, algo de dignidad, me contó con voz muy débil, el tono apagado y convirtiendo en jadeos las comas pero increíblemente al tirón como si de una plegaria se tratase, y supe entonces que iba a morir porque no otra cosa sino la mejoría de antes de la muerte podían anunciar esos labios morados casi transparentes que lograban a duras penas despegarse y esa mano gélida que se aplicaba inútilmente en dibujar el subibaja del que siempre había acompañado el ritmo lento de sus discursos, unas cuantas escenas de su vida relatadas con emocionada y lírica precisión y siempre sin nombrarse y un par de monólogos grandilocuentes por muy adjetivados con los que aclaraba cualquier duda ajena sobre la historia, buena historia llamada a ese buen final en el que siempre acababa por cuadrar e! mundo en su cabeza, hasta que un mal día no cuadró y lo embargó la melancolía en su variante más aguda, la del silencio que acababa de romper al emerger del sueño inconsciente de las últimas horas, sentir mi mano en la suya: mi mano de compañera, habría añadido Tío Pedro, y tal vez hasta verme con la última luz del día.