EL ECO DE ALHAMA NÚMERO 9 LITERATURA

Miguel Angel López Gil

Por Conchi Jiménez Alvarez

Nació en Utrech (Holanda) en 1972. Hijo de Miguel López Carretero y de Juani Gil López, ambos alhameños. Cursó estudios en Holanda hasta los 7 años. A partir de entonces ha completado su formación entre Alhama, Almería y Granada, licenciándose en Medicina y Cirugía en la Facultad de Medicina de Granada.

Paralelamente ha desarrollado su afición favorita: la literatura. Hasta ahora ha preferido los relatos cortos, por los que ha recibido distintos premiso: Certamen Literario de la Caja Rural de Almería, 1985; Certamen Provincial de Relato Corto en Almería, 1987; Concurso literario San Lucas de Granada, 1992, 1993 y 1995. Ha publicado en diarios locales de Almería, Revista Literaria Extramuros y el periódico universitario de Almería Campus.

 

Peldaños carcomidos

Trepó los últimos peldaños de madera carcomida y cerró la puerta tras de sí. Aquél constituía un escondite perfecto para huir de sí misma, al mismo tiempo que un autoencuentro, un juego prohibido y peligroso.

La pequeña, con sus diminutas e infantiles manos acercó un viejo taburete al pie de la ventana ovalada incrustada en un tejado poblado de nidos y moho. Después de un leve tropiezo consiguió mantener el equilibrio.

Ante sus pies se abría un gran parque salpicado de plantas, fuentes y toboganes. El suave viento que acariciaba su pelo rubio era el causante del vacío desolador del lugar. No había nadie. Una tela bohemia cubría aquel paisaje.

Tan sólo un anciano permanecía en un banco, quieto, pensativo. Con las piernas cruzadas y apoyando el codo sobre una de sus rodillas para mantener su cabeza erguida. Bastón en mano, con la mirada extraviada, buscando los años perdidos, los ganados, y contando los que restarían; entonces su figura flaqueaba. El tiempo había derribado ya mucho sus ideales, cuando su atractivo era el esfuerzo, cuando disponía de la palabra, ya dormida.

De lo de antaño sólo quedaban un montón de huesos y la fuerza suficiente para impedir su conversión en otro montón de cenizas. Sólo vivía ya el sufrimiento del contacto con un exterior que le era hostil, un obstáculo para su libertad, donde las cosas solamente eran su apariencia, un medio para encerrarse.

Pero él sabía que todo eso no era un tragedia que hubiera encontrado abierta la puerta de su alma. No. Todo aquello era simplemente el resultado de la independencia que había anhelado para este su ahora. Y jamás había vivido tan largamente las horas del día, con la impaciencia que imprime la incógnita del día siguiente.

La niña observaba cada movimiento y gesto del anciano. Poco a poco, el viento comenzó a levantar la hojarasca del suelo, y unas nubes grises amenazantes dejaron caer las primeras gotas que empañarían los cristales de aquel altillo.

De repente volvió de nuevo en sí y abrió los ojos a la realidad, a su realidad. Retiró el taburete que descansaba bajo la ventana y, con una sonrisa tristona contempló la escena infantil que protagonizaba aquel niño, que sorprendido por la lluvia, saltaba del tobogán y corría a protegerse bajo el quiosco de música, con sus ropas húmedas y embarradas

Tras una tímida inspiración, la anciana cogió su bastón de madera y colocando bien su pelo lacio blanco, se dispuso a bajar los primeros peldaños carcomidos.

Dos mentiras

Como el temple extraído de una guitarra, como una nota desgarradora. Así emanaron de sus ojos las primera lágrimas. Así fue como apretó sus puños, con temblor de rabia e ira, mientras su gesto iba amagándose empujado por la fuerza del llanto, en una lucha feroz que sólo ella podía perder. Y que perdió. Su rostro arrasado, su respiración entrecortada, su mirada baja... Todo hacía parecer que el mar quisiera consolarla, acercándose suavemente hacia la orilla, acariciando con el esmero del buen amante sus pies desnudos, su frágil y blanca piel.

Su interior estaba oscuro, tan poco iluminado como el cielo que la observaba. Sol y corazón estaban cubiertos de un manto gris, del color de la tristeza. La brisa, humedecida, concentrada como su propia existencia. Vacía. La razón de ello poco importaba ya. O tal vez demasiado escondida, en un intento frustrado de olvido. Pero la memoria no olvida; con mucho deja de recordar. Como sus lágrimas, que caen en cascada dentro de su cuerpo, tras unos ojos secos que intentan convencer en vano de que ya pasó.

Y era verdad; ocurrió. Pero no había pasado. Un juego tonto de palabras que jamás llegaría a definir la tristeza, silencio de un solo momento que agoniza ante la cruel mirada del tiempo. Sin embargo, había que caminar; porque alguien antes que ella trazó el camino por donde pisaba como ausente, sin saber muy bien hacia dónde conducía.

Hoy nos conformaremos, tú que lees y yo que escribo, con que los días sigan arrancando hojas al calendario de la vida. Hoy no vamos a hablar con esta mujer. Seguro que sale de ésta. No le vamos a explicar nada, ni nos vamos a acercar a ella para tocarle el pelo; ni la vamos a abrazar por la cintura mientras ella se apoya en nuestro hombro.

No. La dejaremos caminar, con su tristeza, en soledad. En compañía del mar. Y vamos a pensar que al final de la playa encontrará la solución de su derrumbamiento y nuestro abrazo ausente, nuestra caricia ausente. Y que sonreirá y mirará hacia atrás respirando profundamente, recobrada. Y que se alejará dejando unas huellas en la arena fieles testigos de un nuevo camino que la llevará hacia la felicidad.

Y nos lo creeremos, aunque sepamos, tanto tú como yo, que nada de esto es verdad.